El día 8 de noviembre de 2017 fue ejecutado el mexicano Rubén Cárdenas Ramírez por el Estado de Texas, Estados Unidos, luego de una sentencia por secuestro, violación y asesinato de Mayra Luna de 16 años de edad en 1997. Sobre esta clase de castigo hay opiniones encontradas: Ante un hecho impactante o determinada ola de criminalidad, algunos piden la institución de la pena de muerte, mientras que cuando esta se aplica, otros ven en el sentenciado a una víctima del Estado para la que exigen clemencia. Incluso a veces se trata de los mismos actores, cuya opinión cambia según la conveniencia electoral o el ánimo del momento.
Este castigo se cree tan antiguo como el ser humano, sin registro alguno de su primera aplicación. Sin embargo se ha documentado que en el reinado inglés de Enrique VIII se ejecutó a 27,000 vagabundos; o que fue hasta el siglo XVIII, cuando Francia “humanizó” la pena de muerte con la guillotina, que representaba ya, morir sin tortura, cocción, hoguera, ni descuartizamientos. En 1972 la Suprema Corte de Estados Unidos la consideró inconstitucional, pero reformas posteriores permitieron una nueva ejecución el 17 de enero de 1977. En México, el último civil ejecutado fue en 1937, mientras que el último militar fusilado fue José Isaías Constante Laureano el 9 de agosto de 1961, aboliéndose por completo en nuestra Constitución apenas en diciembre de 2005.
Para definir nuestra propia opinión, en principio distingamos tres cuestiones: 1. Si la persona cometió o no el delito; 2. Si el proceso mediante el cual se obtuvo sentencia fue adecuado, y 3. Si conviene o no aplicar pena de muerte como consecuencia de un delito. 1. En el caso de Rubén Cárdenas, todos incluso el juez, desconocemos si fue o no autor de los delitos imputados, pues sólo se cuenta con los medios de convicción que ofrecen las partes. 2. Respecto al proceso, sabemos que hubo fallas: No fue notificado el consulado mexicano cuando se detuvo, por ello su asesoría legal fue insuficiente y sólo tras 22 horas de interrogatorio policial admitió su culpabilidad diciendo que estuvo drogado; y para colmo el Tribunal de Apelaciones negó hacer pruebas de ADN que ofreció la defensa para demostrar su inocencia. Todo ello nos regresa al punto primero: Nunca sabremos si fue o no culpable.
3. Finalmente, sobre si conviene o no la pena de muerte, consideremos al menos tres aspectos más: A) Bajo el argumento de “seguridad y combate a la reincidencia” es cierto, el ejecutado nunca volverá a delinquir. Sin embargo este desafío se combate también con un buen sistema judicial y carcelario. Por otra parte, todo sistema jurídico razonable se diseña con posibilidad de apelación y de recursos constitucionales e internacionales, debido a que es tan falible como los humanos que lo ejercen. Estas fallas quedan absolutamente irreparables con la pena de muerte. Y el margen de error no es poco: El ser humano identifica patrones aún donde no los hay, lo que explica una población mayormente de hispanos y afroamericanos en cárceles de Estados Unidos, o de personas sin recursos en México. No es que sólo ellos delincan, sino que van a juicio quienes son policialmente seleccionados por estereotipo, y nadie nos asegura que esa selección con error irreparable, no le toque a nuestros hijos, cónyuge o a nosotros mismos. B) Sobre la necesidad de “penas ejemplares”, está demostrado que en donde la pena de muerte ha sido abolida no aumentan los delitos a los que se asignaba. Buen ejemplo fue Reino Unido cuando suspendió esta pena de 1965 a 1970, con la conclusión de que no había relación alguna entre la suspensión y algún aumento en homicidios, por lo que se decidió abolirla de forma permanente. Es decir, ni siquiera era una pena necesaria. C) Finalmente, ante el argumento del “derecho de las víctimas”, desde junio 2016 en México, la prisión permite a la víctima una mayor posibilidad de sanación a través del proceso restaurativo, el cual puede ser una necesidad básica para recuperar sus roles cotidianos y superar el daño psicológico, lo que resulta imposible con sólo quitar la vida al reo.
Lo que no debe hacerse para decidir si se implementa un castigo, es limitarse al análisis de incidencia delictiva, porque se trata de otro tema muy diferente: Una cosa es discutir si se cometen crímenes o no, y otra bien distinta es analizar o diseñar científicamente los mecanismos que sean más funcionales para combatirlos. Ha sido recurrente la irresponsabilidad -o al menos la ingenua desorientación- legislativa, de suponer que redactando un texto legal con penas graves el asunto queda resuelto. Es una comodidad inadmisible, porque con apenas nociones de criminología o de historia, se sabe que esa tendencia aumenta el costo económico y sobre todo el costo social que pagamos todos, a cambio de quedar un poco peor. Por ello concluimos que la pena de muerte es una medida disfuncional e innecesaria para la protección de nuestros intereses fundamentales, que por el contrario, cuando no los lesiona, los pone en grave peligro.
Enlace a publicación de periódico El Mexicano de fecha 14 noviembre 2017
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