En el año 2007 se aprobó en la Ciudad de México despenalizar el aborto dentro de las primeras doce semanas de gestación. A partir de aquella polémica reforma, dieciocho entidades federativas han reformado sus constituciones locales para evitar que se legisle algo similar, adicionando a sus textos que se protege la vida desde el momento de la concepción.
A nivel internacional son variadas también las restricciones para el aborto, aunque suele ser permisible cuando la madre corre peligro, y no castigable cuando antecede una violación, o alguna imprudencia de la mujer embarazada. Fuera de estos casos, tanto en el ámbito popular como en el académico, existe un amplio debate con posiciones aparentemente irreconciliables: unas en contra del aborto, exigiendo castigo; y otras a favor del derecho a decidir, en contra de su penalización. Pero ¿Existirá algún punto en el que se puedan poner de acuerdo ambas posiciones? Intentemos localizarlo.
Primero, no se discute que la vida es un bien jurídico fundamental pues casi todo lo que protegemos gira en torno a la vida o tiene sentido gracias a ella. Si la vida tiene un proceso de gestación, entonces el producto que hay en esta, algún valor tendrá y debe protegerse. No como en la Constitución de Baja California, cuya redacción afirma que el individuo desde su concepción “se reputa como nacido para todos los efectos legales”, porque cae en lo absurdo: Imagínense expedir pasaporte para un feto. Pero sí podemos admitir que vale y será excepcional si alguien le asigna un desvalor, por ejemplo cuando genera un peligro o lesiona otro interés.
Segundo, el aborto representa una mala experiencia, aun cuando sea practicado voluntariamente para evitar una experiencia peor. Nadie se ilusiona con ir a abortar algún día. Por ello el aborto tiene un desvalor y en este sentido resulta favorable evitarlo.
Ahora bien ¿Cuál es la herramienta más efectiva con que cuenta un Estado para evitar abortos? Sin duda el castigo no lo es. Tal vez se eviten algunos, pero la amenaza penal no llega a quienes tienen un mínimo de recursos para viajar a otro país o entidad en donde no se castigue. Y para quienes no los tienen y ponen en peligro su vida misma con algún aborto clandestino, la amenaza de prisión es ya lo de menos, apostando además a la impunidad. Por su parte la resolución de abortar, frecuentemente obedece a presiones económicas, sociales o familiares de mujeres, a veces muy jóvenes, a las que encima estaríamos agregando la pena institucional más severa y costosa que existe, que es la prisión, con todos sus daños colaterales como vergüenza, criminalización, antecedentes penales, o aislamiento social, familiar y laboral, como si con ello se lograra algún beneficio colectivo.
Si se pondera en cambio el impulso de otras herramientas con las que cuentan ya varias entidades, como programas de apoyo económico, agilización de adopciones, escuela para padres o asistencia psicológica integral, más una política preventiva de planificación familiar, nos daremos cuenta de que con dichas medidas, aunque más laboriosas y menos populistas que la cárcel, es posible evitar mucho más abortos. Esta posición debería adoptar congruencia para conservadores, progresistas, religiosos o no, pues tanto si estamos a favor de la vida, como si estamos a favor de la libre decisión de interrumpir el embarazo, se puede coincidir en que ni el aborto es conveniente, ni la pena de prisión funcional para evitarlo ¿O ustedes qué opinan?
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Enlace a publicación de periódico El Mexicano de fecha 31 octubre 2017